TIEMPO DE INDICIOSCarlos de Hita “Para Irene, que está a punto de nacer, y trae consigo los mejores indicios”. El invierno ya dura demasiado. Basta que el tiempo temple durante unos días para que todos empecemos a buscar señales que anuncien la proximidad de la primavera. Durante los anticiclones de febrero, con días de cielos altos y soles tibios, parece que algo empieza a moverse. Febrero es tiempo de indicios. Pero incluso en plena noche, en la atmósfera quieta de la helada, cuando lo lógico sería buscar refugio, por los montes y bosques corren misteriosas llamadas. La mayor parte de las rapaces nocturnas madrugan en plena noche y comienzan su época de celo. Ululan los cárabos, “aylan” los búhos chicos, y, en las montañas del norte, los mochuelos boreales lanzan su llamada pulsante. Las voces de las rapaces nocturnas son el preámbulo del despertar del día. En los espacios abiertos, por los campos de labor de las mesetas, la salida del sol coge activas a las terreras, calandrias, alondras y demás aláudidos. A medida que la luz sube, el paisaje visual se va ensamblando poco a poco, con el sol desde el horizonte proyectando largas sombras que dan forma al terreno; pero el paisaje sonoro ya lleva un rato completo, saturado y brillante. Por tejados y fresnedas las cigüeñas también llevan un tiempo atareadas. Ya nadie dice aquello de “por San Blas”, puesto que las cigüeñas parecen volver cada año antes; muchas ni siquiera se van. En cualquier caso, con las primeras luces estas aves se desperezan y emprenden, estrepitosamente, las ceremonias de saludo entre las parejas, dentro de los nidos. Si la densidad de nidos es alta, y por fortuna esto pasa a menudo, el crotorar de docenas de aves satura el cielo de las ciudades. Cada cigüeña tiene en su pico una eficaz caja de resonancia, un amplificador que proyecta su saludo hasta centenares de metros calle abajo. Las ganas de que llegue el buen tiempo también se les escapan por el pico a las aves forestales. Pero aquí, en general, es preciso esperar a que el aire temple, hacia la media mañana, para que empiece la actividad. Poca cosa, pocas aves se animan; pero sus voces, lanzadas contra el silencio de fondo, destacan con claridad. Cantan, sobre todo los zorzales, charlos y comunes; pero entre los más tempraneros siempre están los páridos: herrerillos, carboneros y garrapinos, pequeños pájaros forestales de colores contrastados, amarillos, negros, oliváceos, y con voces siempre rítmicas, musicales y repetitivas. Una cigüeña blanca ('Ciconia ciconia') en la espadaña de una iglesia. / Marga Estebaranz Por estas fechas se producen también los vuelos territoriales de las grandes águilas. Muy arriba, contra el cielo azul y sobre las copas de los árboles, tienen lugar grandes disputas. En este caso se escuchan unos ladridos ásperos, emitidos por cuatro águilas imperiales, dos parejas vecinas que empiezan la crianza. La rimbombancia del nombre de estas aves parecería sugerir una voz algo más altiva. Pero esto es lo que hay, y con estos ladridos, sincronizados con espectaculares vuelos acrobáticos, las águilas intentan delimitar los bordes difusos de unos territorios trazados en el aire. Al caer la tarde las temperaturas vuelven al invierno. Se acaban las señales y cae un telón de silencio. Interrumpido sólo por los barullos propios de las concentraciones invernales de córvidos en dormideros. Pero hasta en la agitación de las voces de estos cuervos se perciben indicios de que la buena estación ya está cerca.
UNA GOLONDRINA NO HACE VERANO CARLOS DE HITA Ciertamente, una golondrina no hace verano. Pero su aparición, por nuestros campos, confirma un pronóstico y certifica la proximidad de la primavera. El calendario marcará lo que quiera, pero el concierto de cada amanecer en la naturaleza nos dice que se acabó la cuenta atrás, que pasó el tiempo de los indicios. Adiós a la invernada, llega la buena estación. Cada semana, casi cada día, una voz nueva se incorporará al paisaje sonoro. Ya sean las de las más madrugadoras entre las especies viajeras -el caso de la golondrina-, como las de aquéllas que, sin haberse movido en todo el invierno, pasan a la acción con unas ansias acumuladas después de meses de silencio. En las inmensas dehesas de encinas y alcornoques, que envuelven el parque nacional de Monfragüe, en Cáceres, sobre la vega del río Tiétar, amaneció el pasado fin de semana una mañana fresca, limpia y serena. El cielo ya era luminoso desde muy primera hora. Y las voces de las aves que se propagaban por esa atmósfera, acompañando a la golondrina, tenían un brillo cristalino, de contornos bien definidos. No sólo las vetustas academias pulen, limpian y dan esplendor. El repertorio era más bien modesto: la cascada descendente de notas metálicas de los pinzones vulgares; los silbidos perfectamente modulados de los estorninos negros, como toques de atención; el parloteo de los verdecillos, que alguna vez se ha comparado con el ruido que produce la sacudida de un manojo de llaves; o la canción siempre rítmica y musical de los carboneros, los más comunes de nuestros pájaros. Lejos, al fondo de la dehesa, un pico picapinos hacía resonar el tronco pelado de un alcornoque, desprovisto de su corteza de corcho. Y más cerca, un triguero retorcía la voz y emitía su característico chirrido. Una bandada de rabilargos vino a acabar con todo eso. Ni pulimento, ni brillo ni esplendor. La dehesa se llenó de voces ásperas, risas y reclamos arrastrados procedentes de una bandada que deambulaba bajo las copas. A este barullo se incorporaron las palomas torcaces, con su zureo como de madera. Y, desde las marañas del suelo, entraron en escena un chochín y una curruca mosquitera, dos aves que, además de ligeras y escondidizas, tienen en común una voz retorcida y enmarañada. En poco tiempo, la atmósfera limpia y cristalina de la mañana se convirtió en un barullo, una mescolanza de sonidos ligados entre sí por el zumbido creciente de los insectos. La primavera aún no había empezado pero la dehesa sonaba ya casi a verano. Hasta que, al fin, una abubilla, seguramente recién llegada de África, introdujo un poco de orden con su voz repetitiva, acompasada, monótona hasta el aburrimiento. Extraña manera de empezar la más animada de las estaciones. Dehesas del Tiétar, en la raya de Monfragüe, 8 de marzo de 2009 MORAS, FRAMBUESAS, ARÁNDANOS, Y MADROÑOSCarlos de Hita
Unas frambuesas. | Juhanson No cabe duda de que en la naturaleza existe el sentido de la oportunidad. A comienzos del otoño, cuando los insectos desaparecen y la comida empieza a escasear, los arbustos del campo se llenan de suculentas frutas de colores rojizos y violáceos. Moras, frambuesas, gayubas, acerolas, arándanos, madroños, escaramujos y otras muchas, brotan en el mejor momento, cuando las aves necesitan nuevas energías. Pájaros insectívoros y granívoros, sin distinción, están dispuestos a mancharse el pico de morado. Los migrantes para proseguir el viaje hacia el sur. Los sedentarios, los que se quedan, para engordar y resistir los tiempos que se avecinan. Unos prefieren la pulpa, dulce y nutritiva. Otros buscan las semillas, auténticos concentrados de energía. Todos salen satisfechos. Por estas fechas, en torno a los colores rojizos de los frutos se concentran los sonidos del bosque. Una sinfonía muy pobre, formada por los silbidos y chasquidos, los simples reclamos a los que queda reducido el lenguaje de las aves canoras. La secuencia sonora transcurre en torno a un zarzal, una de esas marañas que crecen en cualquier linde, junto a una valla, en todas las riberas. Por los alrededores deambulan los pájaros forestales, impacientes, tímidos, más o menos hambrientos, que no pierden de vista a las suculentas moras. Se aproxima un gordo camachuelo, con su pecho colorado como una mora sin madurar. Pasa de largo una bandadas de jilgueros. No es que desdeñen las bayas, aunque prefieren otro tipo de comidas más espinosas, como las semillas de los cardos, a las que tienen acceso en exclusiva gracias a la longitud de su pico. Los zarzales son el hábitat de las currucas; estos pájaros, casi siempre vistas como sombras fugaces entre las marañas, se delatan por medio de sus reclamos. La curruca capirotada, que en primavera hace gala de un fraseo musical, dulce y aflautado, lanza ahora unos chasquidos ásperos, más parecidos al sonido que se produce al entrechocar dos guijarros que a la voz que cabría esperar de un ave. Su congénere, la curruca cabecinegra, emite un parloteo continuo, como el producido al sacudir un montón de esos mismos guijarros. Un gruñido áspero escapa del interior de la maraña. Rebulle un chochín, tan pequeño que puede meterse por los entresijos a los que casi nadie llega. Estamos en los días del veranillo de San Miguel y durante un momento el chochín tiene una ilusión, sufre una regresión sonora y canta con la voz de cualquier mañana de primavera. Pero la ilusión dura poco, hay que alimentarse y el gruñido regañante se oye de nuevo por la espesura.
Muchas de estos pajarillos se dirigen ahora hacia el sur, a sus áreas de invernada. Con ellos viajan los papamoscas grises, insectívoros estrictos obligados a cambiar de dieta. La discreción del papamoscas, un tenue silbido agudo, metálico, contrasta con el graznido desgarrado de la urraca; cuando se habla de comida, nunca ha de faltar un córvido. Por encima de la escena reclama un pinzón vulgar, con una serie de notas simples, dobles y triples. Parece dudar; los pinzones se encuentran a gusto por las ramas o rebuscando la fruta caída en el suelo, pero no en las inestables y afiladas frondas del zarzal. Pero hace mal en esperar. Se aproxima un barullo, una mezcolanza de silbidos, carraspeos, chillidos y aleteos. Llegan decenas de carboneros, herrerillos y mitos, una bandada mixta que deambula por el sotobosque envuelta en un sutil murmullo.
|